El regreso de los que nunca se fueron: Zacatecas vibra con el Gran Desfile de Día de Muertos

Bajo un cielo crepuscular teñido de naranja y púrpura, el puente de cempasúchil se tendió una vez más sobre Zacatecas. No era solo una metáfora; era un sendero palpable de alegría, música y memoria por el que, este 31 de octubre, desfilaron las almas en el Gran Desfile “Somos Tradiciones”. El Festival de Día de Muertos 2025 consagró así su cuarta edición como una de las celebraciones más multitudinarias, un evento que hermanó a Zacatecas con Veracruz en un abrazo festivo a la muerte y a la vida.

El rugido de las percusiones y los vientos de la Banda Sinfónica del Estado, acompañados por catrinas que marcaban el compás con sus elegantes pasos, anunció el inicio del recorrido por el Centro Histórico. Era el regreso de aquellos que, en la tradición zacatecana, nunca se marchan del todo, sino que se diluyen en el polvo rojo de las vetas mineras para retornar cada año, atraídos por el aroma del pan y el sonido de la música. La Presidenta del SEDIF, Sara Hernández de Monreal, junto a autoridades estatales y la Secretaria de Cultura de Veracruz, María Xóchitl Molina González, presidieron este hermanamiento que transformó las calles en un cementerio alegre, un puente entre mundos donde la solemnidad no tenía cabida.

El desfile fue una vibrante fusión de dos culturas. Zacatecas desplegó su orgullo con mineros, revolucionarios sobre la emblemática máquina 30-30, y calaveras ataviadas con trajes típicos. Mientras, Veracruz inundó el circuito con el colorido de sus tapetes de aserrín que reproducían escenas del Xantolo. El sonido de las arpas, las marimbas y las guitarras jarochas se entrelazó con los acordes de la Marcha Zacatecas, creando una sinfonía única que conectaba ambas tradiciones de recibir a los difuntos. Alebrijes con luces de neón, una calavera emergiendo de una tumba florida y catrinas sobre vehículos clásicos saludando a la multitud, se combinaban con los bailes de los “viejos” de la danza y el ritmo contagioso de sones, Celia Cruz y Antonio Aguilar.

En las banquetas, niñas y niños con el rostro maquillado de calavera o momias coreaban entre risas “el muerto quiere camote…”, esperando ese tren simbólico que traía a quienes ya no están físicamente, pero que habitan en los recuerdos y los corazones. Era una procesión donde las ruedas de los carros alegóricos parecían no tocar el suelo, como si llegaran de otra dimensión. La contenida alegría en cada rostro era la expresión de una certeza colectiva: por unas horas, el velo entre los mundos se había levantado.

El final lo anunció una pirotecnia que simuló estrellas de fuego iluminando el cielo nocturno. Sin embargo, cuando la última nota musical se desvaneció y el último carro pasó, nadie se apresuró a abandonar su lugar. Las familias permanecieron en la calle, respirando la mezcla del perfume de las velas y el café con el frío de la noche, prolongando la sensación de que, efectivamente, los muertos habían caminado a su lado. Fue la confirmación de que en Zacatecas, la muerte no es un adiós, sino un “hasta pronto” que se celebra con danza, color y la firme convicción de que el reencuentro anual es una promesa que se cumple.

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